Huevos para el desayuno [o un gay de lento aprendizaje]
Preciso que muera el sol, para dejar de ser tu sombra
Que no puedo asistir.
Y cuando no es una cosa es la otra, pero siempre terminamos discriminando.
Al menos a mí, es la segunda vez que me pasa.
No es que lo justifique, pero lo entiendo.
Hasta cierto punto, es natural y humano.
Yo por ejemplo, discrimino los huevos para el desayuno. No me gustan.
Claro que no por eso le hago el feo a los que les gustan bien revueltos.
Por varios periodos largos en mi infancia, viví en el DF. Creo que un poco antes de que la ciudad comenzara a ser tan caótica y, el asunto, es que el destino quiso que yo naciera en una familia que gozaba de muy buena posición económica. A los ocho años, yo que viajaba en un auto muy nice, que hablaba y te pedía muy educadamente que cerraras la puerta, no entendía absolutamente nada de las cosas del transporte público. Cuando veía la Ruta 100 mi cabecita no comprendía por qué tanta gente viajaba apretada en combis con diferentes numeritos. Eso estaba muy, pero muy lejos de mi realidad.
El gran temblor del 85 quiso que nos mudáramos a un pueblito de esos de moral conservadora y que, como dictaba la posición social, yo fuera a dar a la escuela particular más prestigiada. Así fui a dar a un colegio de monjas hasta terminar la secundaria.
Total que entre estudios del catecismo, élites convencionalistas y algunos otros ingredientes, fui perdiendo la deliciosa experiencia de haber vivido mi primera infancia sin roles de género y, como era esperarse, me fui formando una visión bastante ‘cuadrada’ de la vida que muy, pero muy tardíamente pude ir desdibujando.
Aunque dicho sea de paso, en el fondo siempre tuve clara mi orientación sexual nomás que [auto] reprimida por lo menos hasta llegar a la universidad.
Quince días después de casarme y al otro lado del salón de Literatura, conocí a la belleza rubia de ojos miel que me orilló a replantear mi hasta entonces heteronormada vida.
[Nomás por si mi aún cónyuge me lee quiero aclarar que el idilio no empezó de inmediato, digo, no vaya a ser que quiera venir a escupirme a causa de mi cinismo exagerado].
¡Carajo! ¿A quién se le ocurre enamorarse de alguien de su mismo sexo a quince días de haberse casado con alguien del contrario? Sólo a mí.
En fin, en una reversa obligada y como si el universo conspirara para reinventarme, la vida me puso enfrente [y atrás, y encima y a un lado] a todos los amigos, antros, ambientes y circunstancias gays y anexas para enrolarme fiel a mi espíritu, en la disidencia sexual y desaprender todo lo [mal] aprendido durante años.
Y ya cuando le iba agarrando el ritmo, me había aplicado a los amores diversos [como si no hubiera un mañana], me sentía felizmente no heterosexual y hasta había cambiado de identidad, ¡me discriminan de una orgía no más porque tengo 33!
[El máximo era 25]
Ahí es cuando da coraje que en esto de ser gay, ¡sea uno tan de lento aprendizaje!