Rodolfo Herrera Charolet
Un Jazmín con fragancia Red Door
La luz de la mañana hace que me despierte entre reclamos, malhumorado a consecuencia del ardor en la boca del estómago: Abro los ojos y el tenue destello se filtra por la pesada cortina del cuarto de motel, me permite mirar a mí alrededor. Completamente desnudo, aún abrazado a una mujer que por su olor es inconfundible, su tenue humor aún mezclado con la fragancia Red Door; ella es Jazmín –largo rato que hemos dormido juntos y no me ha dicho su verdadero nombre- que a esa hora aún se encuentra profundamente dormida con su delicada fuerza, igual abrazada a mí, igual desnuda.
Indeciso intento zafarme sin despertarla, porque volvería a hacerlo de nuevo, otra vez la frenética lucha de fundir los cuerpos, los olores y los jugos. Entre el deleite, el deseo, repetir la faena; piel con piel, boca con boca, sexo con sexo.
Jazmín conocía de hombres y de sexo, de entregas fingidas y de amores furtivos, de sacrificio del cambiadero de humores, de manías, de posiciones, de pasiones, de frenesí y sudores. Pero yo era distinto, al menos eso me repetía, que según ella; pasional, caballero y rudo, que para ella era bocado delicioso.
Así que deslicé el brazo izquierdo que tenía a la altura de su cuello, pero tal delicadeza no era posible y sucedió lo que temía, Jazmín abrió sus ojos esmeralda, aproximó su boca y entre abrió sus labios, al mismo tiempo que sus piernas para atraparme cual gazapo por una boa. Los gemidos se esconden entre los cuadros, entre las bombillas apagadas, entre las cortinas pesadas, entre los tapetes imitación persa, entre cada rincón del cuarto. El sudor frió y el calor de sus labios, estuvo presente en todo momento, cada instante que pasamos juntos, cada suspiro, cada beso, cada caricia, parecían letras de un libro erótico que se seguía escribiendo.
Lo mejor de todo, es que no nos conocíamos, ni que ella fuera la estrella de un antro y yo un pobre diablo. En esos momentos, éramos mujer y hombre, simplemente, sin pasado ni futuro. Únicamente viviendo ese momento, el primero o el último.
Cuando besé sus pezones elevados al aire, ella dejó escapar un suspiro y me pidió que los apretara más entre mis dientes y entonces, sentí como se derritieron con el contacto. Ella después hurgó entre mis piernas y lo atrapó entre sus labios y empapado de amor y olor de sonrisas mañaneras hizo que el sabor de sus besos fuera un poco salado. Con esa noche y lo que duró la mañana, Jazmín olvidó sus lágrimas, sus engaños, su dolor, su ira. Ella se seguía entregando sin condición, sin tiempo y sin recato, cual Eva de una noche, entre danza y canto.
Aún recuerdo a Jazmín, el cuerpo delgado y cobrizo que se escurría bajo mis sábanas. Aún la recuerdo retorciendo su cuerpo sobre la tarima y el tubo, pegando sus senos entre caras sonrientes de noctámbulos borrachos, iluminados con luces mortecinas, entre humos y olores podridos.
Ella únicamente bailaba durante la primera pieza, en torno al tubo, sobre la tarima, con su uniforme de enfermera o estudiante picaresca. Pero durante la segunda pieza, entre la balada del metal, se desnudaba toda. Era Still loving You de Scorpions, mi tonada preferida y su actuación me dedicaba, que al contemplarla cual Eva de noche era, mantenía en mi mano tambaleante el Absolut con Quina y en mi boca los tragos presurosos de aquel sabor seco que aclaraba mi garganta. Lanzaba entonces mis gritos de júbilo para motivar a mi chica, que se apagaban entre el zumbido de rizas y diálogos obscenos.
Era su novio, su cliente preferido, el de los privados largos, el de los privados especiales, el de los privados de sexo. Una ficha, dos fichas, diez fichas, no importaban las tarifas, era el precio que debía pagar, para que solo fuera mía. Fingido o no, me hacía feliz y feliz era hasta que llegó el momento de su partida.
Esa noche y esa mañana, fue el primero y el último encuentro fuera del antro, fuera del privado, fuera de la ficha, fuera del pago. Porque era el día, que se regresaba a su pueblo, que el padre muerto, que el marido la había encontrado, que no sé qué.
Después de ella, el sabor de las copas fue distinto y el table dance de las chicas había perdido sentido. Ahora me parecía grotesco, mundano, obsceno. Una danza de divas nocturnas que seguían atiborrando la pasarela, desnudándose bajo un cielo de estrellas de luces rojas y la densa neblina del cigarro o puro que propaga el olor que se pega a todo, entre humedad y sexo.